El extraño caso de El puchero de oro

09.08.2018 18:09

Por Fausto J. Alfonso

 

EQT siempre se hace esperar. Sus puestas son muy espaciadas en el tiempo y las intrigas en torno del elenco son múltiples. Como múltiples, y no solo grandes, terminan también siendo las expectativas. El puchero de oro, del que se viene rumoreando desde ¡hace más de una década! aterrizó finalmente en el Independencia, en una versión que desconcierta (y desconcentra) por lo atípico de su duración (alrededor de dos horas y cuarenta minutos) y la extraña atmósfera en la que se incrusta su historia de múltiples amoríos.

Reclamarle a su director, José Carlos Chiófalo, sensatez en los tiempos, es algo tan obvio como necesario, por el bien del público y del espectáculo. No se trata de eliminar escenas, sino más bien de abreviar todas y cada una de ellas. Muchas están como achicladas, sin justificación. Aunque es cierto que algunas merecen la poda más que otras, como es el caso de las desarrolladas en la biblioteca y en el búnker del archivista.

Más allá de eso, que no es poco ni para minimizar, hay que subrayar, con doble subrayado, que El puchero de oro es una propuesta inusual, atípica, muy personal (aquí lo personal afecta al grupo todo). No especula absolutamente con nada. Y, además, está fuera de época. Ojo. No hablamos de un teatro antiguo. Está fuera de toda época. Es el anacronismo llevado a su máxima expresión.

Dónde y cuándo transcurre es lo de menos en esta historia que abreva en el amor desde múltiples miradas y acepciones: lo existencial (“siempre se está solo con lo que se ama”), lo alucinatorio (“estoy adorando a un ángel”), lo corrupto (“el amor es sucio”), etcétera. El amor, pero también el enamoramiento. Que en este caso permite que se entremezclen los enredos de toda comedia con los sinsabores del drama romántico.

El puchero de oro (a partir de El caldero de oro, de E.T.A.Hoffmann, adaptado por Chiófalo), por momentos responde al modelo y espíritu de los cuentos infantiles. Pero también se nutre de texturas chejovianas, evoca colores y formas de Klimt y hasta aromas de Rousseau, El Aduanero. Las fuerzas del intelecto y la naturaleza pugnan en esta puesta exótica y, a ratos, näif. La iluminación, suave y blanda en muchos pasajes, hace cierto aporte onírico, que refuerza la irrealidad de la fábula. Pero la irrupción del canto y la coreografía, la lleva de modo extravagante hacia otro terreno del no-realismo: el del musical, donde se puede apreciar a pleno el entrenamiento integral de los actores, con una fuerte impronta gimnástica.

Las coreografías, a cargo de Darío Aguilera, son muy buenas y revierten la languidez de la puesta cuando cae en un pozo dramático-narrativo. El momento del mambo italiano es uno de los más sorprendentes (imposible no recordar a la Loren en Pane, amore e…, del maestro Dino Risi), pero no faltan el jazz y otros ritmos, como parte de una partitura muy cuidada, fiel al estilo Chiófalo, para quien la banda de sonido de una obra teatral es determinante.

Los momentos coreográficos acrecientan lo inclasificable de la puesta. La comedia física se cruza con el melodrama, pero con un trasfondo feérico, donde la hechicería, los brebajes (algo tienen los EQT con las pócimas) y las fuerzas fantásticas manipulan esa cosa llamada amor.

La imaginación aplicada a la escenografía es otro de los aspectos fuertes. Los distintos ambientes (el living, la biblioteca, el taller del archivista) cargan su propio microclima y se nutren de objetos representativos, pero también útiles para el juego. La vedette es una biblioteca circular y rodante, que pertenece a la suma de los universos y atraviesa literalmente toda la escena. Impacta por su diseño y funcionalidad. Los libros, a propósito, están presentes de distintos modos y proponen, aunque parezca una bobada, diferentes lecturas.

Otro hallazgo: el vestuario de Omar Lateana, tanto por texturas, como por colores y confección. En él también confluye la multiplicidad estética que inunda la puesta, mezclando lo sencillo con lo aparatoso, y lo sensual con lo recatado, según lo pida cada personaje.

El elenco es solvente en su totalidad, buen y fiel reflejo de la eterna tarea investigativa propia del grupo. Aun así, se destacan particularmente Sara Amores, como Elisa Rauerin; y Violeta Falcón en el rol masculino de Marcos Paulmann. Natalia Cunietti tiene una gran responsabilidad en su doble rol de Serpentina y Verónica. Es clave porque motoriza la trama tanto en los planos realista como fantástico, a veces con cierta superficialidad, pero siempre con gracia y un importante compromiso físico (común al resto del elenco, como ya se dio a entender).

El puchero de oro, con su larga cocción a cuestas, garantiza al espectador profesionalismo, entretenimiento y reflexión. Pero a cambio, le pide un poco de paciencia en nombre de Cronos.

 

Ficha:

El puchero de oro. Adaptación, puesta en escena y dirección:​ ​José Carlos Chiófalo. Elenco: EQT, Equipo de Teatro. Intérpretes: Sara Amores, José Carlos Chiófalo, Cristian Coria, Natalia Cunietti, Violeta Falcón, Ariel González, Macarena Randis, Paula Ruiz Ávalos y Manuel Lira. ​Escenografía:​ ​Alejandro Castro Grandolio, Majo Delgado y Orlando Leytes. Coreografía:​ ​Darío Aguilera. Vestuario:​ ​Omar Lateana. Técnica ​d​e luces:​ ​Majo Delgado. Técnico d​e sonido:​ ​Darío Aguilera. ​​Producción:​ ​E​QT​, Equipo De Teatro y Florencia R​í​os. Prensa y ​Comunicación:​ ​Emiliano Pecorelli. Diseño gráfico:​ ​Fuxia Estudio. Video:​ ​Gaspar Gómez. Sala: Teatro Independencia. Función  del 27-07-18.